miércoles, 20 de noviembre de 2013

De mis vidas contigo (una de ellas)

Algunos detalles se me escapan, pero sé que esta vida que voy a contar, transcurrió en Francia. Principio del siglo XX, las primeras décadas. Todo andaba muy revuelto: estalló la primera guerra mundial y mucha gente murió combatiendo, o no. El mundo empezaba a cambiar.
Me llamaba Mia. Vivía con mi padre, mi madre murió siendo yo una niña. De muchacha mi padre me metió a trabajar en un taller con una sastra, para que aprendiese el oficio y pudiese sobrevivir yo sola si a él le ocurría algo. Aunque él siempre me dijo que lo mejor era que me casara con algún señorito rico y así no tendría que preocuparme de nada. Mi vida transcurría del taller a mi casa, dando puntadas y arreglando prendas hermosas de bellas damas, ricas y de buena posición. Mi salario era escaso y las horas de trabajo muchas. La sastra para la que yo trabajaba, Odette, se codeaba con gente de clases altas, les diseñaba vestidos que intentaban ir a la moda de lo que ahora era el último grito: faldas mas cortas, prendas de hombres puestas en cuerpos femeninos, vestidos de fiesta, flecos . . .
La mayoría de las veces, ella no diseñaba nada, su mente estaba atrofiada para ver más allá y venía a mi. Entonces yo le dibujaba un modelo que ella siempre consideraba atrevido pero que a las clientas, les volvía locas. Y así su negocio fue prosperando, gracias a mis dibujos y a su firma. En ocasiones me pedía que la acompañase a eventos donde las señoritas de clases altas lucían nuestros vestidos: fiestas, runiones con artistas, cenas . . .

Fue ahí, en una de esas fiestas a la que fui, donde conocí al que luego sería mi marido: Edmond. Era un hombre no demasiado guapo, no demasiado simpático, no demasiado hablador, no demasiado detallista pero con demasiado dinero. Era viudo y no tenía hijos. Mi jefa enseguida lo apaño todo cuando supo que Edmond tenía intenciones para conmigo. Además Edmond organizaba pequeñas pasarelas en las que Odette podría enseñar sus vestidos y venderlos a muy buen precio a las señoras adineradas. Para ella, era el nogocio perfecto. Para mi, solo una manera de sobrevivir: mi padre, estaba ya muy enfermo, no tardaría mucho en dejar este mundo y entonces me quedaría sola. Edmond, era una buena salida, aunque no la que yo deseaba.

La que yo deseaba era otra. Un muchacho, vivaracho pero con un toque misterioso, a mi me parecia guapisimo, siempre tenía palabras bonitas para mi, me buscaba, me quería, me admiraba, pero en secreto. Edmond nunca podía enterarse de aquello si no, no sé lo que hubiese hecho.
Su nombre era Dominique. Era un periodista que escribía y fotografiaba para un periodicucho de mala muerte.
Lo conocí en la calle. Tropezamos por casualidad, yo venía del taller de hacer unas pruebas y ver unas telas que habían llegado nuevas de américa. Yo, seguía yendo al taller de Odette porque me distraía, me sacaba de aquel mundo de hipocresía en el que vivía desde que me casé algunos meses antes. Él giró la esquina y tropezamos. Fueron segundos pero solo eso bastó. Sus ojos, negros se clavaron en los míos color miel. Su mirada me lo dijo todo. Su silencio también. Todos los dibujos que yo llevaba entre las manos se me cayeron al suelo y no supe reaccionar. Se quitó su gorrita, se disculpó y se presentó. ¿Por qué no me lo había encontrado unos meses antes? ¿Hubiese cambiado mi vida? Dominique se agachó y lo recogió todo. Luego me invitó a un café por su torpeza. Hablamos. Reímos. Nos conocimos, aunque parecía que ya nos conocíamos de hacía tiempo . . .
Desde aquel encuentro casual, hubieron otros. Yo buscaba excusas para salir de casa, decía que iba al taller a ayudar a Odette, o que tenía que hacer alguna compra. Aprovechaba cuando Edmond estaba de reuniones con los amigos, o iba a no sabía muy bien dónde.

Yo me había convertido en una señorita de la alta sociedad parisina y no estaba muy bien visto que me codease con gente de la calle como Dominique. Nos veíamos en el taller, mientras yo diseñaba algo, otras veces ibamos a alguna pensión oscura por el barrio de Montmartre. El vivía allí, o más bien sobrevivía allí. Rodeado de artistas, pintores, escritores. A Edmond ese mundo no le gustaba nada. Pero a mi empezaba a fascinarme.

Y así yo me escapaba de mi mundo de mierda en el que estaba sumergida y Dominique, alimentaba su alma a base de verme a escondidas, con excusas de escribir algún artículo para el periódico o haciéndose el encontradizo por las calles de la ciudad.

Tres años, viéndonos así, compartiendo las pequeñas cosas que podíamos que no eran muchas, porque el tiempo era limitado, pero a mi me daban la vida. A él también. Entonces pasó algo que nos cambiaría la vida. Yo me quedé embarazada. El bebé era de Dominique, porque Edmond, no podía tener hijos. No los tuvo con su anterior mujer y tampoco los tuvo conmigo. Edmond se enteró, y no tenía que hacerlo. Yo no lo había planeado así. Odette se lo contó. Yo confiaba en ella, y ella me traicionó. Creo que pensó que de esa forma Edmond me repudiaría y así ella podría beneficiarse. Aún no sé muy bien de qué manera pensaba hacerlo.
Edmond llegó a casa muy enfadado, gritaba, no había manera de hablar con él, me juró que ese niño no nacería. Después, tuve que salir corriendo de casa. Lo hice sin que él lo supiera. no me llevé nada. Solo lo puesto. Fui llena de magulladoras y moretones a buscar a Dominique. Cuando me vió, no hizo falta hablar. Yo estaba sentada en su portal, dentro, para que nadie me viese. Lloraba. Él me abrazó, me cogió de la mano y fuimos a buscar a un amigo. Le pidió dinero para irnos.

Escapamos. Los dos. Ya no éramos tres. Sólo dos. Fuimos lejos. No recuerdo bien dónde. Lejos de Edmond. Lejos de Odette. Lejos de Montmartre. No pude tener más hijos. No nació, pero le quise con el alma. Fue la razón por la que mi vida, de mierda, cambió. Ahora no era rica, ni vivía con ninguna clase de lujo, ni me codeaba con lo más destacado de París, pero tenía a mi lado a la persona que más feliz me hacía del mundo. Yo seguía cosiendo, ahora ya no hacía bonitos vestidos. Remendaba los trapillos que la gente del pueblo donde fuimos a parar me traía. Dominique, hacía retratos a quien le podía pagar. Pudimos querernos, sin escondernos. Compartíamos lo poco que teníamos, todo lo demás, era de relleno . . .